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lunes, 27 de diciembre de 2010

Alan Rusbridger: "Debo ser más radical en lo digital"


Tema: Medios de comunicación

Categoría: Noticias

Alan Rusbridger tuvo hace un año entre sus manos una información que no podía publicar. Concernía a una compañía petrolera. Estaba atado de pies y manos por mandato judicial. Así que puso un mensaje en su Twitter -red social de mensajes cortos- que, según recuerda, decía algo así como: "Lo siento, no podemos publicar la historia de una compañía que no puedo nombrar por razones que no os puedo decir". Rusbridger cuenta que en cuestión de 24 horas, los usuarios de Twitter se encargaron de desentrañar de qué compañía se trataba, cuáles eran los documentos comprometedores y qué le impedía al diario británico publicar el reportaje. La pelota se hizo tan grande que la historia acabó reventando y se conocieron los atropellos medioambientales y contra la salud.

Ésta es la fuerza de la revolución digital. Estas son las ventajas de las nuevas herramientas. Lo dice con entusiasmo Alan Rusbridger, director del legendario diario británico The Guardian, un periodista radicalmente convencido de que lo mejor está por venir, de que las posibilidades que brindan las nuevas tecnologías nos conducirán a un mejor ejercicio del periodismo. El sitio web de su diario, guardian.co.uk, es el segundo más importante del mundo de entre los diarios de calidad en habla inglesa, por detrás del de The New York Times. Acredita 35 millones de usuarios únicos; un tercio de ellos, norteamericanos. El viejo periódico de Manchester, que vio la luz en 1821, es hoy referencia de la izquierda que habita al otro lado del charco.

Rusbridger se sienta en una butaca junto a la enorme cristalera que ilumina su despacho. Tiene el pelo algo revuelto, no lleva corbata, no aparenta ni por asomo sus 56 años de edad. Da la impresión de ser un hombre sereno. Hace diez minutos de yoga todas las mañanas y toca el piano y el clarinete. Además, es un auténtico friki, en la más tecnológica acepción del término, un auténtico adicto a los cacharritos de nueva generación. Lo primero que hace es agarrar la grabadora digital con que se registra esta entrevista y observarla con detenimiento. Le da la vuelta, la magrea. "Umm, debe de ser un modelo muy reciente", musita.

"Twitter es la herramienta periodística más poderosa que ha aparecido en los últimos... umm... diez años", afirma tras vacilar y pensarse bien si son diez, quince o veinte. Habla mirando a las aguas del canal que pasa bajo su despacho, ubicado en un rutilante edificio de cristal plantado en medio de un viejo Londres de huella industrial. "Cuando apareció Twitter pensé que eso no tenía nada que ver con el periodismo. Fui tan estúpido. Durante tres meses pensé: 'Soy demasiado viejo para esto'. 'Solo 140 caracteres, paso'. Estaba completamente equivocado. Los medios de comunicación que tengan una visión demasiado estrecha de lo que es el periodismo y cómo se hace están condenados".

Rusbridger echa mano de un ejemplo reciente para explicar la fuerza de la revolución digital. Hace dos semanas, The New York Times publicó una oscura historia sobre Rupert Murdoch y escuchas ilegales. Desvelaba que un periodista del tabloide News of the World, propiedad de Murdoch, había realizado pinchazos para conseguir información y que el entonces director del diario, Andy Coulson, hoy director de comunicación del flamante primer ministro, David Cameron, estaba al corriente. "Durante 48 horas, nadie en este país se hizo eco de la historia", relata Rusbridger. "Ni la BBC ni Sky News dijeron nada. Sin embargo, en Twitter, miles de usuarios clamaban: '¿Qué pasa, que eso no es una historia'? Llegó un momento en que el poder de la gente hizo que la historia fuera imposible de ignorar por parte de los medios. Y este es solo un ejemplo".

Pregunta. Está claro que en algo están fallando los medios tradicionales, algo se está haciendo mal...

Respuesta. Sí. Ahí está Wikileaks, que se ha convertido en una marca de confianza, el sitio para filtrar documentos. ¿Qué ha pasado para que los periódicos tradicionales hayan sido sobrepasados, desde el punto de vista de confianza de la gente, por un australiano y una panda de hackers ubicados en distintos puntos del mundo? ¿Qué han hecho ellos y qué no hemos hecho nosotros?

P. ¿Tal vez los medios tradicionales se codearon demasiado con el poder político, con el económico, con las grandes empresas? ¿Tal vez se olvidaron de qué es lo que hay que contar?

R. A la gente le gustaría que nosotros investigáramos a esas grandes empresas, a esos centros de poder, que hiciéramos reporterismo del bueno. Pero ese tipo de reporterismo es caro, y pensamos que no es demasiado sexy, así que dejamos de hacerlo.

La ironía aflora. Rusbridger, de discurso límpido y clarividente, no puede ser más británico: acompaña el inicio de cada intervención con esos pequeños tartamudeos tan característicos del inglés más polite.

Sostiene que, precisamente por ese abandono de funciones de la prensa tradicional, una web abierta y colaborativa es clave: "Esta filosofía de estar abierto, publicar, enlazar, hacer que la información esté disponible, es una idea simple y poderosa. Como medio de comunicación, tienes dos opciones: puedes ser parte de ese mundo abierto o decir: 'Lo que hacemos es tan valioso que lo vamos a esconder aquí".

En lo tocante a su medio, lo tiene claro: "Lo conservador, ahora, es ser radical. Pensando en el futuro de The Guardian, en conservarlo, ¿debo ser conservador o radical con Internet? Viendo las posibilidades de futuro del papel, que no pintan muy bien, si quiero ser conservador en la cuestión de proteger The Guardian, mi instinto me dice que debo ser más radical en lo digital".

P. Usted es un firme defensor de una web abierta y tiene claro que los sitios de pago no son el camino a seguir.

R. Es lo que me dice mi instinto. La web es una cuestión de estar abierto, de enlazar información. Periodísticamente, creo que es mejor ser parte de este sistema: si estás abierto y colaboras, toda la información que hay allí te hará ganar en riqueza, en poder y te dará recursos que tú no vas a conseguir por tu cuenta. Así que creo que hay un imperativo periodístico y otro financiero para estar abierto. Enlazando a otros sitios, publicando tal vez material de otros, nos convertimos en una plataforma de contenido y no solo en editores del nuestro. Creo que esta es una idea que tiene mucha fuerza.

Instinto, instinto. Rusbridger pronuncia esta palabra seis veces durante la entrevista. Fue su instinto lo que le llevó a apostar sin circunloquios por la web en 1998. Desde el principio, en The Guardian tuvieron claro que necesitaban tecnología y un buen equipo de desarrolladores. Invirtieron más de doce millones de euros en construir un sitio web a medida. Apostaron pronto por la interactividad, por la vertiente social, abrazaron los blogs. El proceso de integración entre la cultura digital de los recién llegados y los periodistas del papel fue paulatino, lento, medido. Ese, dice, es uno de los factores que ayudan a explicar su éxito: "Si llevas la integración a cabo demasiado rápido, agobias a la gente del papel. Tienes que dejar que la gente vaya asumiendo las cosas poco a poco".

Hace cuatro años, en un momento en que algunas empresas de comunicación cortaban el acceso de sus empleados a Facebook para evitar distracciones, Rusbridger obligó a sus periodistas a abrirse una página en la red social, a colgar fotos, vídeos. Y lo mismo hizo hace dos años con Twitter. Dice que de los 640 periodistas con que cuenta la redacción que elabora The Guardian, The Observer (periódico dominical) y el sitio web, el 90% son ya "periodistas digitales".

P. ¿Cómo van a competir con los medios de la nueva era, que cuentan con plantillas mucho más estrechas? ¿Debemos esperar nuevas pérdidas de puestos de trabajo en los periódicos?

R. No sé cuáles van a ser los ingresos, así que no conozco la respuesta a esa pregunta. En este momento, el dinero no está ahí, pero la industria puede cambiar... Mi instinto me dice que será difícil mantener el tamaño de las plantillas que hemos tenido en el pasado.

P. De hecho, aquí en The Guardian ha habido recortes de plantilla; el año pasado, 50 periodistas abandonaron la casa, ¿es esta la parte más dura del proceso?

R. En dos años hemos perdido a 80 personas, pero todos los que se fueron lo hicieron de forma voluntaria. No hemos tenido que hacer despidos obligatorios. Es muy duro, perdimos a gente muy valiosa, pero todos eligieron irse.

The Guardian ingresó el año pasado 48,6 millones de euros por medio de su brazo digital (en torno a un 10% de los ingresos, facturó 490 millones). Vendió 120.000 aplicaciones para el iPhone, programas que permiten la lectura del diario en el teléfono de Apple. "Llevamos solo seis meses en la revolución de las aplicaciones", dice, "es pronto para saber de qué modo van a cambiar nuestro mundo". Rusbridger adora el iPad: "Ofrece una manera fantástica de consumir noticias. Es un paso adelante en la revolución digital, el primer dispositivo en diez años que te obliga a volver a imaginar cómo ordenas la información, cómo encuentras tu camino en él, cómo lo mezclas con otros medios". The Guardian está cocinando a fuego lento su aplicación para el iPad. Rusbridger no quiere una aplicación retro, como la de The New York Times o Financial Times. Piensa que el nuevo dispositivo requiere de un nuevo lenguaje.

"Soy un adicto a la tecnología, hay que serlo. Yo compro todo lo que sale. Los nuevos lectores, los nuevos teléfonos. Hasta que no los pruebas y los sientes no sabes de qué va la cosa". Para explicar el momento en que nació su adicción por los cacharritos, se levanta, solícito, y empieza a rebuscar entre las cajas de cartón que hay detrás de su mesa de trabajo. Orgulloso, extrae de su cementerio de viejos aparatos su primer ordenador, un Tandy TRS-80. Su fascinación por la tecnología nació el día en que esta antigualla cayó entre sus manos. Fue en 1984. Descubrió una herramienta que le permitía enviar sus crónicas con el número de palabras exacto: los editores ya no amputarían el final de sus columnas, donde solía alojar los chistes.

Tal era su pericia que en 1986, en un viaje para cubrir la visita de la familia real a Australia, se las ingenió él solito para conseguir transmitir una crónica por teléfono: para ello se puso en contacto con la telefónica australiana, consiguió un código y llamó a una pequeña empresa londinense que era la única capaz de convertir ese código y redirigirlo a un ordenador de la redacción de The Guardian. Consiguió transmitir su crónica en diez minutos. Dictarla por teléfono, como se solía hacer entonces, le habría llevado noventa. "Debemos ser inteligentes con todas las nuevas plataformas que están surgiendo y encontrar la manera de adaptar nuestro periodismo a las plataformas, al software y a los hábitos de los lectores".

P. ¿En qué punto de la revolución digital nos hallamos ahora?

R. Aún estamos en una fase increíblemente temprana. Por eso es pronto para decir que las operaciones digitales nunca van a poder sustentar el periodismo, o para decir que no vemos claro el plan de negocio. No hay por qué tomar decisiones drásticas tan temprano.

P. Los directivos de periódicos, en la nueva era digital, parecen ser menos independientes que antes de las exigencias del negocio y de las presiones de las empresas periodísticas, ¿está de acuerdo?

R. Sí, creo que es verdad. Es porque todo se ha vuelto más complicado; no digo que antes fuera sencillo, pero sabías de dónde venía el dinero: publicidad y ejemplares vendidos. Ahora, las decisiones son sobre tecnología, periodismo y publicidad; son más tridimensionales. Los directores tenemos que intervenir más en esa conversación y eso nos distrae de la tarea de editar.

P. Y en este sentido, combinando esa menor independencia con el hecho de que la tecnología abre nuevas puertas, ¿diría usted que hoy hacemos mejor periodismo que en épocas pasadas?

R. Sí. The Guardian está llegando a una audiencia infinitamente mayor que antes. Su impacto e influencia internacional son mucho mayores. Utilizando las herramientas que estamos empleando, lo que ofrecemos a los lectores es más amplio, profundo y responde a más preguntas que nunca.

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