Desde el 10 de diciembre de 2010,
62º aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos

domingo, 29 de junio de 2014

El consumo y el control del deseo como estrategias de dominación (Martín Paradelo Núñez)

Es fácil, desde una mirada ideológica, percibir como una evidencia que el poder existe, que la mayor parte del género humano se encuentra sometida en los elementos más básicos de su existencia a una fuerza exterior que determina su posición socio-económica y dirige sus sistemas relacionales. Pero también es fácil percibir que, en el mundo económicamente más desarrollado, nunca ha existido una conciencia tan baja de la misma existencia del poder, una ilusión tan extendida de vivir bajo una forma inédita de libertad. Quizá también sea cierto que por primera vez en varias décadas aparecen movimientos inarticulados, aglutinados en torno a una forma flexible de organización pero también faltos de un lenguaje con que articular una percepción diáfana del poder y de sus modos de actuar, y quizá sea cierto que, como consecuencia de la situación de crisis del sistema económico y de legitimidad del sistema político, se está produciendo un desapego de las clases populares hacia el centro de poder. Pero este desapego no implica necesariamente un rechazo, postura que estamos interesados en extender desde el movimiento anarquista. Ser conscientes del poder, de su existencia y de sus modos de control, influencia y reproducción, es el primer paso para combatir de manera eficaz cualquier forma de poder, por difusa que sea su manifestación, y avanzar en la construcción de una sociedad articulada sobre la base de la igualdad y la justicia social, como propugnamos desde el movimiento anarquista.

Desde la reconversión económica mundial que tuvo lugar desde los años setenta del siglo XX, con el desarrollo de una economía globalizada y de carácter postindustrial, el poder, como manifestación relacional de la clase dominante con las clases dominadas, inició también un cambio, que podemos resumir en el retroceso de su omnipresencia política, desde las formas más blandas de la democracia socialdemócrata a las más duras de la dictadura fascista, para, en el mismo movimiento, potenciar su omnipresencia en la conciencia de cada individuo, para lo que adopta estrategias extremadamente sofisticadas que van mucho más allá del control policial/militar y religioso que caracteriza las formas más duras de poder. El poder pierde su carácter duro, sólido, se licua y avanza hasta integrarse en el mismo ego de los individuos, eliminando cualquier espacio de resistencia, espacio que deberá ser reconstruido mediante una negación integral del sistema considerado como un todo. De esta manera, podemos concluir que la expansión del poder se ha conseguido mediante su invisibilización y la hipertrofia de su carácter simbólico, que ha moldeado desde los aparatos de control un nuevo individuo sobre la base de una fuerte reconstitución del ego de los individuos, que se ha visto reafirmado e hipertrofiado, de manera que se ha desarrollado un individualismo narcisista y posesivo y un fuerte hedonismo insolidario. Se ha construido así un individuo fracturado, definido por su carácter como consumidor insaciable y como espectador pasivo de una realidad que le supera y que no entiende, sin sentido del bien común, y se ha dado un paso definitivo en la historia de la dominación, conseguir que este Yo más íntimo se haya convertido en capitalista (Fernández Durán, 2010, 49-50).

En un escenario de omnipresencia oculta del poder es necesario saber descubrirlo donde menos se ofrece a la vista, donde se encuentra más desconocido y, por tanto, reconocido. El poder simbólico es, en efecto, ese poder invisible, que no puede ejercerse sino con la complicidad de los que no quieren saber que lo sufren o incluso que lo ejercen (Bourdieu, 2012, 71-72). En cuanto instrumentos estructurados y estructurantes de comunicación y de conocimiento, los sistemas simbólicos cumplen su función política de instrumentos de imposición o de legitimación de la dominación, que contribuyen a asegurar la dominación de una clase sobre la otra aportando el refuerzo de su propia fuerza a las relaciones de fuerza que las fundan, y contribuyendo así a la domesticación de los dominados (Bourdieu, 2012, 75). Debemos entender la complejidad de los sistemas de dominación. El poder no es un movimiento exclusivo de la clase dominante hacia la clase dominada, sino que es también reproducido por la propia clase dominada en su propia estratificación, de manera que los individuos de los estratos superiores ejercen el poder que padecen sobre los estratos inferiores de su propia clase, en un movimiento que adopta forma de espiral y que alcanza el límite de la exclusión social.

El poder simbólico, poder substitutivo de la fuerza (física o económica), como poder de constituir lo dado por la enunciación, de hacer ver y de hacer creer, de confirmar o de transformar la visión del mundo y, de esta manera, la acción sobre el mundo, por lo tanto, el mundo, sólo se ejerce si es reconocido, es decir, desconocido como arbitrario (Bourdieu, 2012, 78). Alcanzar este nivel tan sofisticado de invisibilización del poder, de integración de éste en las estructuras de pensamiento de los individuos, es un proceso extremadamente complejo en el que intervienen multitud de estrategias, todas tendentes a producir un desarme ideológico absoluto, una incapacidad ética integral, y a evitar la más simple de las formas autónomas de actuar y su integración en un proceso colectivo positivo. Es decir, se procura crear un ser humano individualista, narcisista, posesivo, hedonista e insolidario. Aquí nos centraremos en una de estas estrategias, la del control del deseo por el consumo, que cuenta también con sus concreciones materiales y, mal que le pese a los apologetas de lo posmoderno y lo virtual o de lo viejo y lo neo-rural, con sus formas de superación colectiva en sentido revolucionario.

- Desarme ideológico mediante el deseo. Creando un nuevo ser humano.

A partir de finales de los años setenta comienzan a aparecer con fuerza nuevas formas de vida, que rápidamente se tornan dominantes. Se trata de nuevos modelos basados en la imitación de las formas de vida de las clases altas, convenientemente edulcoradas y simplificadas, haciéndolas extensibles a un amplio conjunto de la población. Se trata, desde la aparición espectacular de los yuppies hasta el progresivo afianzamiento de la clase media, de modelos extremadamente homogeneizadores y que encuentran un elemento unificador en el consumo. Podemos decir que a partir de este momento, según el discurso ideológico dominante, todo es clase media, todo el mundo se ha convertido en consumidor, todo se ha transformado en un centro comercial, el espacio se ha convertido en una infinita sucesión de superficies que son imágenes, y la diferencia, que es un fenómeno temporal, ha dado paso a la identidad y la estandarización. Esto ha implicado el fin de la temporalidad, la reducción al cuerpo y al presente (Jameson, 2012, 30-33), ha supuesto una desarticulación completa a nivel histórico y ético para el individuo, que en este proceso de homogeneización ha perdido todos sus referentes excepto los suministrados por el propio poder, que para garantizar su reproducción necesita crear personas que satisfagan las necesidades del propio poder, que cooperen fluidamente y en grandes cantidades, que deseen consumir cada vez más, personas cuyos gestos sean estandarizados, fácilmente previsibles, y se pueda influir sobre ellos. El sistema necesita personas que se sientan libres e independientes, no sujetas a ninguna autoridad o principio de conciencia, pero que estén dispuestas a adaptarse a la maquinaria social sin fricción (Fromm, 2011, 105-106).

Lo yuppy se establece como modelo social a imitar y aparecen las correspondientes guías que convierten en negocio este deseo de imitación.
Este marco existencial, que podemos denominar sociedad de consumidores, se caracteriza por reformular las relaciones interhumanas a imagen y semejanza de las relaciones que se establecen entre consumidores y objetos de consumo. Se produce, a nivel social, un punto de quiebra con el paso del consumo al consumismo, cuando el consumo asume una posición central en la vida de la mayoría de las personas, cuando se convierte en el propósito mismo de su existencia, un momento en que nuestra capacidad de querer, de desear y de anhelar, y en especial nuestra capacidad de experimentar esas emociones repetidamente, es el fundamento de toda la economía de las relaciones humanas (Bauman, 2007, 44). A diferencia del consumo, que es fundamentalmente un rasgo y una ocupación del individuo humano, el consumismo es atributo de la sociedad, de manera que la capacidad esencialmente individual de querer, desear y anhelar, debe ser separada (alienada) de los individuos (como lo fue la capacidad de trabajo en la sociedad de productores, alienación a la que se superpone) y debe ser reificada como fuerza externa capaz de poner en movimiento a la sociedad de consumidores y mantener su rumbo en tanto forma específica de la comunidad humana, estableciendo al mismo tiempo los parámetros específicos de estrategias de vida específicas y así manipular de otra manera las probabilidades de elecciones y conductas individuales (Bauman, 2007, 47).

El Capital se permite reflejar con obscenidad publicitaria cómo las relaciones humanas se asimilan al consumismo más puro
Puede pensarse que el deseo, en los individuos que participan de una sociedad de consumidores, se dirige prioritariamente a la apropiación, posesión y acumulación de objetos, cuyo valor radica en el confort o la estima que proporcionan a sus dueños. La apropiación y posesión de bienes que aseguren confort y estima pudo ser el principal motivo de deseo en la sociedad de productores, una sociedad abocada a la causa de la estabilidad de lo seguro y la seguridad de lo estable, y que confiaba su reproducción a patrones de conducta individual diseñados a estos fines. En la época de la modernidad industrial la gratificación parecía en efecto obtenerse sobre todo de una promesa de seguridad a largo plazo y no del disfrute inmediato (Bauman, 2007, 48-50). Pero el deseo humano de seguridad y sus sueños de un estado estable definitivo no sirven a los fines de una sociedad de consumidores, el deseo humano de estabilidad deja de ser una ventaja sistémica fundamental para convertirse en una falla potencialmente fatal para el propio sistema, que ha desarrollado estrategias para mantener al individuo permanentemente insatisfecho, garantía última de su propia reproductibilidad. El consumismo, contrariamente a anteriores formas de vida, no asocia tanto la felicidad con la gratificación de los deseos sino con un aumento permanente del volumen y de la intensidad de los deseos, lo que a su vez desencadena el reemplazo inmediato de los objetos pensados para satisfacerlos y de los que se espera satisfacción (Bauman, 2007, 50-51). Las nuevas formas de capitalismo se asientan sobre la inestabilidad de los deseos, la insaciabilidad de las necesidades, y la resultante tendencia al consumismo instantáneo y a la instantánea eliminación de sus elementos.

Y es que, en realidad, este nuevo tipo de consumo no tiene objeto. Las conductas de consumo, aparentemente centradas, orientadas al objeto y al goce, responden a la necesidad de expresión metafórica o desviada del deseo, a la necesidad de producir un código social de valores. Así, lo determinante es la función inmediatamente social, de intercambio, de comunicación, de distribución de los valores a través de un cuerpo de signos. El consumismo es un sistema que asegura el orden de los signos y la integración del grupo, es decir, una moral, un sistema de valores ideológicos, y, a la vez, un sistema de comunicación, una estructura de intercambio. De esta manera, y por paradójico que parezca, esta nueva forma de consumo se define como excluyente del goce. El goce ya no aparece en modo alguno como finalidad, como fin racional, sino como racionalización individual de un proceso cuyos fines están en otra parte. El goce definiría el consumo para uno mismo, autónomo y final, pero en el nuevo capitalismo global el individuo, aunque consume para sí mismo, no lo hace solo. Ésta es la ilusión del consumidor, cuidadosamente mantenida por todo el discurso ideológico sobre el consumo. El consumo entra en un sistema generalizado de intercambio y de producción de valores codificados, en el cual, a pesar de sí mismos, todos los consumidores están recíprocamente implicados (Baudrillard, 2009, 80-81). Efectivamente, hoy el goce es obligado y está institucionalizado, no como derecho o como placer, sino como deber del ciudadano. El consumidor, el ciudadano moderno, no tiene posibilidad de sustraerse a esta obligación de felicidad y goce, que es el equivalente, en la nueva ética, a la obligación tradicional de trabajar y producir. El individuo moderno pasa cada vez una menor parte de su vida en la producción del trabajo y cada vez más en la producción e innovación continua de sus propias necesidades y de su bienestar (Baudrillard, 2009, 82-83). Debe ocuparse de movilizar constantemente todas sus posibilidades, todas sus capacidades de consumo. Si lo olvida, se le recordará, amable e instantáneamente, que no tiene derecho a no ser feliz y que, de hecho, se acerca al límite de la exclusión.

Pero movilizar constantemente estas capacidades consumistas sólo es posible si la insatisfacción ante el consumo es diseñada a nivel sistémico. De hecho, la reproducción de la sociedad de consumidores sólo es posible en cuanto la insatisfacción de sus miembros sea perpetua. El mecanismo explícito para conseguir este efecto consiste en denigrar y devaluar los artículos de consumo en el momento siguiente al de su aparición. Pero existe otro método para lograr lo mismo con mayor eficacia que permanece en la sombra. Consiste en satisfacer cada necesidad, cada deseo, cada apetito, de forma que sólo pueda generar nuevas necesidades, deseos, apetitos. Lo que comienza como un esfuerzo por cubrir una necesidad debe conducir a la compulsión o a la adicción. Y es allí donde conduce, pues la necesidad urgente de buscar la solución a los problemas y el alivio de los males y angustias en los centros comerciales, y sólo en los centros comerciales, sigue siendo un aspecto del comportamiento que no sólo está permitido sino que es promocionado y favorecido activamente para lograr que se condense bajo la forma de un hábito o una estrategia sin alternativas aparentes (Bauman, 2007, 71). Al lado de esta solución milagrosa a través del consumo en su templo privilegiado, se han generado otras diversas formas de solución a los males sociales (siempre percibidos como meramente individuales) que reproducen esta curación consumista, cuyas manifestaciones más espectaculares se encuentran en el libro y en los grupos de auto-ayuda, cuya promoción no tiene otra intención sistémica que impedir cualquier manifestación de pensamiento independiente e imposibilitar los contactos enriquecedores con colectivos que no compartan todo con uno mismo pero que desde la diferencia manifiesten sentimientos de empatía y reciprocidad, es decir, la eliminación de cualquier posibilidad de lo heterogéneo.

El centro comercial se asimila con la solución a todas las necesidades del individuo, en primer término, las afectivas.
La sociedad de consumidores tiene otro rasgo fundamental que la distingue de cualquier otro acuerdo entre humanos, y es su habilidoso y efectivo mantenimiento del esquema y su manejo de la tensión (requisitos previos para un sistema auto-estabilizante). La sociedad de consumidores ha desarrollado en grado superlativo la capacidad de absorber cualquier disenso que pueda producir, para reciclarlo luego como recurso para su propia reproducción, fortalecimiento y expansión. La sociedad de consumidores extrae su vigor y su impulso de la desafección que ella misma produce (Bauman, 2007, 72-73). Después del cambio que hemos señalado alrededor de la década de los setenta, el capitalismo adoptó un giro en sus estrategias de manipulación de las opciones de comportamiento para mantener el sistema de dominación. Este giro, menos costoso y conflictivo, amplió considerablemente el margen de acción de la clase dominante. Esta variante no genera prácticamente disenso, resistencia o rebelión debido al recurso de presentar una nueva obligación, la obligación de elegir, como libertad de opción. La oposición entre el placer y el principio de realidad, hasta hace poco considerada insalvable, ha sido superada: rendirse a las rigurosas exigencias del principio de realidad se traduce como cumplir con la obligación de buscar el placer y la felicidad, y por lo tanto es vivido como un ejercicio de libertad y de auto-afirmación (Bauman, 2007, 104-105), aunque este placer no sea más que el recurso a la compulsión del consumo y esta felicidad apenas sea una forma de euforia consumista permanentemente estimulada, y a pesar de que la ansiedad patológica, el vacío emocional y una vida permanentemente manipulada y alienada sean las consecuencias finales a nivel individual.

De esta manera, se crea un ser humano entregado a la totalidad, entendida como forma homogeneizada y no comprometida de relación (el único compromiso que se exige es el consumo), de manera que desaparece el sentido tradicional de pertenencia a un grupo, o varios grupos, conformadores de personalidad y creadores de vínculos duraderos y activos entre los individuos, fundidos en la historia, individual y de clase. La sociedad de consumidores tiende a romper los grupos, a hacerlos frágiles y divisibles, y favorece en cambio la rápida formación de multitudes, como también su rápida desagregación. El consumo es una acción solitaria por antonomasia (quizá incluso el arquetipo de la soledad), aun cuando se haga en compañía. Ningún vínculo duradero nace de la actividad de consumir (Bauman, 2007, 109). Los grupos se conforman en torno a diferentes maneras (hechas ver como exclusivas) de vivir el consumo, desde los adolescentes aglutinados en torno al salón recreativo, a las comunidades virtuales y las tribus urbanas que se aglutinan en torno al consumo de la estética y del propio deseo de una rebelión vivida superficialmente y que nunca supera una fase puramente estética. Seamos polémicos y honestos: es evidente que pensamos en el hipismo contra-cultural y en el punk, anarko o no, como ejemplos paradigmáticos de tribus posmodernas, estéticas, individualistas, reaccionarias y fundamentalmente desarrolladas sobre el consumismo a nivel ontológico. Este individualismo posmoderno no ha surgido de una problemática de la libertad y de la liberación. Ha surgido de una liberalización de las redes y de los circuitos esclavizados, de hacer de cada individuo un esclavo permanente en todos los ámbitos de su vida, sin ningún espacio de resistencia o refugio vivencial, y sin embargo consciente, paradójicamente, de vivir la mayor de las libertades. Así, la liberalización del consumo se ha convertido en la vía más segura de disuasión de la libertad (Baudrillard, 1995, 161-162), y ha llevado a la expropiación radical del sujeto, desconectado del resto de elementos sociales, creando un individuo nuevo que es fundamentalmente indiferente a sí mismo. Este problema de la indiferencia a sí mismo está en el corazón mismo del problema más general de la indiferencia del tiempo, del espacio, de la política, de lo sexual. La indiferencia del individuo hacia sí mismo y hacia los demás es una indiferencia a imagen y semejanza de todas esas indiferencias señaladas, resulta de la indivisión del sujeto, de la desaparición del polo de alteridad, de su inscripción en lo idéntico, que resulta paradójicamente del requisito, para él, de ser diferente de sí mismo y de los demás (Baudrillard, 1995, 163).

Sea del tipo que sea, la pertenencia grupal en la era del consumismo puede adoptar un carácter extremadamente estético que unifica estas pertenencias en el consumo.
Como consecuencia de esta pérdida de importancia vital del grupo, de lo colectivo como sistema relacional estable, también la vida del individuo como tal pierde esta necesidad de estabilidad, incluso en lo económico, que ha sido el siguiente paso a desarrollar desde el nuevo poder capitalista. La sociedad de consumo es también la sociedad de aprendizaje del consumo, de adiestramiento social del consumo, es decir, un modo nuevo y específico de socialización relacionado con la aparición de nuevas fuerzas productivas y con la reestructuración monopolista de un sistema económico de alta productividad. El crédito cumple aquí un papel determinante. La sociedad de consumidores se consigue adiestrando mentalmente a las masas, a través del crédito, a hacer cálculos previsores, a invertir y tener un comportamiento capitalista de base (Baudrillard, 2009, 84-85). La ética racional y disciplinaria que fue el origen del productivismo capitalista moderno logró imponerse así en toda una esfera que hasta entonces escapaba a su influencia. De esta manera se impuso la vida a crédito, el hecho de vivir endeudado permanentemente, endeudamiento que, de forma perversa, es percibido como una forma excelsa de libertad en cuanto que permite un acceso permanente a un nivel superior de consumo desde el que construir las nuevas formas de autoestima a las que hemos aludido. Esta vida a crédito ha tenido un efecto devastador en las condiciones de la clase obrera, pues ha contribuido tanto a su desarticulación simbólica, en cuanto que este consumo implica un deseo de imitación de las clases altas que contiene necesariamente una actitud de odio y desprecio hacia el resto de miembros de la misma clase que no acceden a este consumo y, por otro lado, ha logrado una extensión de la precariedad laboral a niveles inéditos, lo que ha resultado fácil tras crear una masa de individuos dominados por la necesidad vital de mantener un determinado nivel de consumo impuesto pero percibido como escogido libremente, una masa que soportará cualquier condición laboral (horas extras, movilidades...) a condición de mantener su única forma de acceso a este consumo: el salario. Pero en los estratos inferiores de la clase trabajadora, esta precarización incorpora un nuevo desastre, el de la temporalidad planificada y el desempleo sistémico, que se constituyen permanentemente como amenazas de exclusión social.

Porque ha aparecido una nueva forma de exclusión, que se superpone a la tradicional marginalidad, que persiste y se extiende. Esta nueva exclusión divide la sociedad entre consumidores y no consumidores, pero al mismo tiempo establece un mapa social que permite eliminar directamente a los elementos efectivamente en situación de exclusión socio-económica, que se encuentran en esta situación precisamente como consecuencia del consumismo de los estratos superiores, un grupo para el que el sistema desarrolla un concepto denigrante que permite al mismo tiempo expulsarlos de la sociedad y hacer olvidar la culpabilidad del resto del cuerpo social en su marginalidad, el concepto de infraclase (Wacquant, 2007), con toda su variedad de términos asociados, desde marginales a chusma. El término infraclase, expresión por la que se persigue, y se consigue, estigmatizar al conjunto de los pobres (Gans, 1995, 2), presupone una sociedad que no es nada hospitalaria ni accesible para todos, una sociedad que considera que el rasgo que define su soberanía es la prerrogativa de descartar y excluir, de dejar de lado a una categoría de personas a las que se les aplica la ley negándoles o retirándoles su aplicación. La infraclase evoca la imagen de un conglomerado de personas que han sido declaradas fuera de los límites en relación con todas las clases y con la propia jerarquía de clases, con pocas posibilidades y ninguna necesidad de readmisión. Ninguna necesidad, porque en la nueva ideología del consumo las personas excluidas son responsables y culpables de su exclusión (Wacquant, 2003, 19-21), pues se establece como un axioma que no poseen ni el nivel cognitivo ni la voluntad para abandonar esta marginalidad y acceder a los estratos superiores (Murray-Herstein, 1994) (1).

De esta manera, el poder, en su manifestación dura, policial, represiva, se despliega principalmente en la periferia social con la intención de impedir que los excluidos se reincorporen a la corriente principal mayoritaria, que permanece así como terreno de dominio exclusivo de los miembros genuinos de la sociedad de consumidores (Bauman, 2010, 38-39). Se produce, con los individuos que conforman las nuevas formas de exclusión, un asesinato categorial, eliminándolos en bloque y sin matices de la sociedad. La lógica social del asesinato categorial es la de la construcción del orden. En el momento de diseñar la gran sociedad con la que se pretende reemplazar el agregado de órdenes locales incapaces de auto-reproducirse de forma eficaz, ciertos segmentos de la población acaban siendo inevitablemente clasificados como sobrantes, para ellos no se encuentra espacio alguno en el orden racionalmente construido del futuro. El asesinato categorial es una destrucción creativa. Eliminando todo aquello que está fuera de sitio o no encaja, se crea o se reproduce un orden (Bauman, 2010, 150-151).

La dura y violenta actuación policial se reserva para los márgenes sociales, allá donde no solo es menos percibida, sino mejor justificada por la mayoría de la población.
Pero este asesinato categorial va todavía más lejos, no afecta sólo a los individuos y grupos del lado de fuera del margen social, sino al resto de individuos que han sido separados de estos grupos y a la estructura primigenia que se ha dividido arbitrariamente y enfrentado entre los diferentes estratos. Hablando claro, lo que se asesina es la propia categoría de clase obrera, con todas las terribles consecuencias que este hecho acarrea para la propia clase obrera. Porque la clase obrera sigue existiendo, aunque a veces no se reconozca a sí misma. Hay que aclarar que debemos entender el concepto de clase obrera en un sentido amplio, evitando tanto la mitomanía marxista de percibirla como sujeto histórico preconstituido como la tendencia posmoderna a negar su existencia o a definir un sistema infinito de clases. La clase obrera existe y ocupa el lugar antagónico a la única otra clase existente, pero reducirla a la imagen masculina del asalariado en el sistema fabril, imagen tantas veces dominante, no ayuda a entender las dinámicas sociales del capitalismo en su fase más avanzada. Debemos entender la clase obrera como una categoría socio-económica, definida por la necesidad de los individuos que forman parte de ella de poner en mercado su fuerza, su tiempo y su capacidad, para conseguir su supervivencia, y por su posición subalterna tanto en los procesos de toma de decisión social y política como en los ámbitos de conformación de la ideología dominante. Por lo tanto, el concepto de clase define la posición de cada individuo en los procesos de producción y de reproducción social. Se abre así el concepto de clase a sujetos que, habiendo estado siempre activos, no siempre fueron movilizados en el imaginario social, como las mujeres, los migrantes, los excluidos, al mismo tiempo que supera la ficticia diferenciación entre clases medias y bajas, basada en la fractura entre el centro y la periferia laboral y entre márgenes de la periferia social que caracteriza a la sociedad occidental en los últimos años. Esto no implica la visión monolítica de una sociedad escindida en dos grupos antagónicos dotados de una fuerte coherencia y cohesión interna que se confrontan permanentemente entre sí. Las grietas entre las dos clases existen, la ideología dominante es reproducida por la clase dominada, además de que, dentro de la clase obrera, aparecen dinámicas complejas y tensiones que incluyen la dominación y la agresión entre miembros de la misma clase.

Este asesinato categorial de la clase obrera ha tenido unas consecuencias dramáticas, en primer lugar en las propias condiciones objetivas de vida de la clase obrera. Pero no insistiremos en lo que ha significado en términos de empobrecimiento y de extensión de la precariedad y la explotación. Nos interesa señalar una consecuencia de mayor calado, que impide la reversibilidad de esos procesos de empobrecimiento y explotación. Esto es, la pérdida de las relaciones de solidaridad entre los miembros de la clase obrera, la pérdida de un lenguaje colectivo desde el que articular todas las demandas y movimientos de la clase obrera respecto a la clase dominante. Se ha producido una individualización de tal grado que impide a los individuos de la clase obrera reconocerse en sus semejantes, encontrar puntos de anclaje colectivos desde los que disponer una acción positiva de cambio, incluso encontrar referencias aplicables a sus presentes y futuros.

De esta manera, la individualización no significa tanto una lógica de acción sin cortapisas, que se desenvuelve en un espacio virtualmente vacío, ni tampoco una mera subjetividad. El rasgo distintivo de las modernas regulaciones es que deben ser suministradas por los individuos mismos, importadas a sus biografías mediante sus propias acciones, lo que ha producido una sociedad regida fundamentalmente por dinámicas de competencia, dado que para acceder a las ventajas sociales modernas el individuo debe realizar un esfuerzo activo. Debe saber autoafirmarse en la competencia por unos recursos limitados, y ello no de una vez por todas, sino día a día. La biografía normal se convierte así en biografía electiva, en biografía reflexiva, en biografía “hágalo-usted-mismo”. Esto no sucede necesariamente por elección ni se salda necesariamente con el éxito. La biografía “hágalo-usted-mismo” es siempre impuesta por el sistema y es siempre una biografía de riesgo (Beck y Beck-Gernsheim, 2003, 39-40). Es precisamente en este riesgo en el que se ha ahogado la clase obrera, en el que, para garantizar su supervivencia individual, ha puesto fin a los procesos colectivos de construcción y resistencia que constituyeron la vivencia de la clase obrera en la época industrial. Es cierto que estos procesos no eran omnipresentes, pero eso no anula su existencia. Es cierto que eran imperfectos, que estaban infectados de situaciones de dominación, pero también que en muy escasas ocasiones se los sometió a una reconsideración y una reconstrucción no autoritaria. Y también es cierto que cualquier intento de superación de la actual situación de ultra-precarización y ultra-explotación que sufre la clase obrera pasa por reconstruir estos procesos de la manera más eficaz y urgente.

- El espacio del nuevo ser humano y del poder que lo consume: el centro comercial y el mundo como centro comercial.

Podemos definir el estilo de vida de la sociedad actual empleando los conceptos de cultura ahorista y cultura acelerada (Bertman, 1998), una cultura dominada, como hemos señalado, por la satisfacción inmediata y no duradera, una cultura que es consecuencia y a la vez condición para el mantenimiento del consumo como sustento de las nuevas formas de capitalismo. Esta cultura se caracteriza fundamentalmente por una renegociación del sentido del tiempo, entendido como transitorio, e impone una nueva espacialidad, preparada para acoger y potenciar esta transitoriedad, este flujo inestable en que se ha convertido el devenir diario de los individuos. Esta nueva espacialidad es percibida en cualquier parte, desde la misma configuración general de las ciudades, conglomeradas en torno a grandes lugares de paso y no de estancia, y articuladas por redes de comunicación y transporte que adquieren el carácter de auténticos no-lugares, lugares desprovistos de personalidad e incapaces de aportar vivencias significativas a las personas que los ocupan (Augé, 1983, 83-85). Entre estos nuevos lugares destaca, en su multiplicidad de formas, el centro comercial, forma espacial que es producto directo de la nueva cultura de consumo.

Se produce así una privatización del espacio urbano. Al descuido inicial del espacio público le sigue el abandono para terminar finalmente con el reemplazo de éstos por otros lugares que ofrezcan seguridad y diversión. Los centros comerciales y los parques temáticos han desplazado gradualmente a los espacios públicos urbanos como parques o plazas debido al cambio en las preferencias de consumo, determinado por los cambios en las estructuras y dinámicas económicas, así como también por el temor a los espacios públicos, a la delincuencia, y por el miedo a ser víctima de algún delito. En este sentido, los centros comerciales se convierten, en una perversión descomunal dado su carácter de espacio dominado por las corporaciones y las multinacionales, en los nuevos espacios públicos, espacios blindados, con una arquitectura defensiva en la que el uso del panóptico garantiza un control integral (Rosas Molina, 2007, 294).

El centro comercial se ha convertido en el nuevo espacio público, donde los movimientos de sus visitantes no pueden estar más diseñados y dirigidos.
Como hemos señalado, la expansión de la producción capitalista necesitó construir nuevos mercados y educar al público a través de la publicidad y otros medios para que se transformara en consumidor. Horkheimer y Adorno (1994, 165-212) demostraron cómo la misma lógica mercantil y la misma racionalidad instrumental que se manifiestan en la esfera de la producción pueden advertirse en la esfera del consumo. En las actividades del tiempo libre, en las artes y la cultura, en general, se deja ver la industria cultural. La primera fase de la dominación de la economía sobre la vida social, activa durante la fase del capitalismo industrial, supuso la degradación del ser en tener en lo que respecta a toda valoración humana, y desde el inicio de la fase postindustrial se ha producido un desplazamiento generalizado del tener al parecer, del cual extrae todo tener efectivo su prestigio inmediato y su función última (Debord, 2008, 42-43). Al sucumbir los fines y valores más elevados de la cultura a la lógica del proceso de producción y del mercado, la recepción pasa a estar dictada por el valor de cambio. La superproducción de signos y la reproducción de imágenes y simulacros conducen a una pérdida del significado estable y a una estetización de la realidad en la que las masas se ven fascinadas por el inacabable flujo de yuxtaposiciones extravagantes que lleva al espectador más allá de todo sentido estable (Featherstone, 2000, 41), lo que ha desarrollado una auténtica cultura sin profundidad (Jameson, 1991), en la cual el consumo ha adquirido, mediante la manipulación activa de los signos y los sistemas simbólicos de los individuos (Baudrillard, 2009), una centralidad inédita en la sociedad de capitalismo tardío y se ha vuelto esencialmente cultural a medida que se desregulaba la vida social.

Se ha completado así el proceso de vaciamiento ético y de estetización de la vida cotidiana, lo cual se consiguió recurriendo al rápido flujo de signos e imágenes que satura la trama de la vida diaria en la sociedad contemporánea. El carácter central de la manipulación comercial de las imágenes mediante la publicidad, los medios de comunicación y las exhibiciones, actuaciones y espectáculos del tejido urbanizado de la vida cotidiana conlleva una constante reelaboración de los deseos a través de las imágenes (Featherstone, 2000, 120). Precisamente, será el centro comercial el espacio desde el cual el sistema capitalista lanza su compleja artillería de imágenes insignificantes más allá del estímulo de consumo, de cualquier consumo, que consiguen una fascinación absoluta en los individuos; de este modo se produce un desarme integral de la razón. Es así que la función del centro comercial no es sólo estimular el consumo, sino, al mismo tiempo, impedir, en esa euforia sensorial que oprime a sus visitantes, cualquier forma de crítica y, consecuentemente, de actuación fuera de este marco. Es decir, si tiene una función en el sistema productivo del sistema, no es menos importante su función en el sistema reproductivo.

En los centros de compra, los paseos comerciales o las grandes tiendas, el consumo no es una transacción económica racional puramente calculadora para maximizar la utilidad, sino que es, primariamente, una actividad cultural de tiempo libre en la que las personas se convierten en audiencias que se desplazan a través de la imaginería espectacular destinada a connotar suntuosidad y lujo o acumular connotaciones de sitios exóticos deseables y remotos, y nostalgia por armonías emocionales pasadas. El consumo tiene que convertirse en una experiencia. A medida que las ciudades se desindustrializaban y se convertían en centros de consumo, una de las tendencias de las décadas de 1970 y 1980 consistió en rediseñar y expandir los centros de compras, que incorporan muchos de los rasgos del posmodernismo en su diseño arquitectónico del espacio interior y los entornos simulados: uso de ilusiones y espectáculos de sesgo onírico, eclecticismo y mezcla de códigos, que inducen al público a circular entre una multiplicidad de vocabularios culturales que no dan oportunidad al distanciamiento y propician una sensación de inmediatez, descontrol emocional y asombro infantil (Featherstone, 2000, 172).

Uno de los aspectos centrales de esta nueva espacialidad es el hecho de que la ciudad, que históricamente se había organizado en todos sus aspectos en torno a la producción, ahora lo hace en torno al consumo, al mismo tiempo que la economía de las nuevas ciudades se basa menos en la producción y consumo de objetos que de cultura. Este nuevo significado de la cultura se debe poner en relación con el auge de una economía simbólica relacionada con la creación y distribución de imágenes (Scott, 2000). El hilo conductor de esta transformación profunda de la ciudad es el consumo de mercancías, servicios y experiencias. La ciudad completa se convierte en centro comercial, ya sea llevándolo al centro urbano, especializado, diversificado, rico de imaginario, recreando así la ciudad en el interior del centro comercial, ya sea convirtiéndose ella misma en centro comercial escenográfico (Amendola, 2000, 216). Se construye así una nueva ciudad espectacular en todos los aspectos, en la que los renovados centros urbanos se ven rodeados de los nuevos centros del poder económico y simbólico, y que llegan a convertirse ellos mismos en esos centros. Si en un principio estos centros, de los que destacamos los centros comerciales, formaban cinturones adyacentes o se situaban en las afueras de la ciudad, los nuevos conceptos de centros comerciales abiertos han intentado convertir los centros urbanos en parques temáticos del nuevo poder económico en su manifestación colectiva y socialmente más relevante: el consumo entendido como ocio eufórico y como entretenimiento.

Así, este nuevo desarrollo urbano incorporó, sobre la base de estas relaciones sociales basadas en las prácticas del consumo, una variedad de espacios que incluyen desde restaurantes a zonas que funcionan como reservas turísticas, museos y otros centros de actividades culturales y, por supuesto, tiendas especializadas. Se produce así una completa estetización de la vida diaria que busca la construcción de un mundo ficticio, alterado, que con su hiperestimulación sensorial consigue en realidad entumecer los sentidos y la razón. Este proceso de estetización culmina con el desarrollo de los entornos totales, mundos cerrados y autocontenidos que sobrecargan los sentidos y en los que los individuos con los recursos suficientes pueden formarse su propia identidad política (Jayne, 2006, 77). Se afirma de esta manera un nuevo ser humano, el ser humano metropolitano actual, cortical, mutable, curioso e indiferente, dispuesto en todo momento a sustituir la razón ética con la razón estética, y se afirma su espacio predilecto de actuación, los espacios de consumo y de la simulación, los lugares de la hiperrealidad y los territorios de la mirada, como los centros comerciales o los parques temáticos (Amendola, 2000, 183-184).

El centro comercial adopta la forma de un pastiche saturado de estímulos.
Entramos así en un mundo dominado por las utopías degeneradas (Marin, 1984), espacios supuestamente felices, armoniosos y sin conflictos, apartados del mundo real exterior para suavizar y ablandar la realidad, entretener, inventar la historia y perpetuar el fetiche de la cultura de las mercancías en lugar de someterlo a crítica. La dialéctica se reprime y se garantizan la estabilidad y la armonía mediante una vigilancia y un control intensos. El ordenamiento espacial interno unido a las formas jerárquicas de autoridad excluye el conflicto o la desviación de la norma social, no se ofrece (de hecho, se imposibilita) ninguna opción de crítica a la situación existente en el exterior. Se perpetúa así el fetiche de la cultura de las mercancías y de la magia tecnológica en una forma pura, aséptica, ahistórica. Desde su origen, el centro comercial se concibió como un mundo de fantasía en el que la mercancía reina de modo supremo. Y aunque los viejos sin techo comenzasen a verlo como un lugar caliente para descansar, los jóvenes lo considerasen un lugar para relacionarse y los agitadores políticos lo utilizaran para entregar sus panfletos, el aparato de vigilancia y control se aseguraba de que nada perjudicial sucediese (Harvey, 2007, 195).

Pero al lado de esta ciudad hiperreal, del hiperestímulo y la euforia, esta ciudad-centro comercial en la que todo el mundo quiere entrar, está la ciudad real. Porque hemos visto cómo la sociedad de los consumidores y el deseo estratifica de manera contundente. Si los impulsos fundamentales son los de la tendencia a satisfacer el deseo y la adquisición de status, la ciudad nueva posmoderna organiza y jerarquiza espacios y poblaciones en relación a su capacidad y a su posibilidad de satisfacer los deseos. Si la tendencia es en dirección del encantamiento y la creación de sueños experimentables, el criterio de estratificación está dado, en consecuencia, por la posibilidad de acceso a los mundos encantados de la nueva ciudad (Amendola, 2000, 309), a la posibilidad de entrar con plenos derechos en el centro comercial global. Sólo una parte de los habitantes puede colocarse establemente en la ciudad del encantamiento y del imaginario, para los otros, la mayoría, su acceso estable está negado, sólo tienen la posibilidad de vivirla por un tiempo limitado. Pero este acceso limitado, esos paseos familiares los domingos por la tarde para ver escaparates, suponen la ocultación de la fundamental diferencia de clases, la ilusión de pertenencia a una misma clase media unida como iguales en los grandes templos del consumo. El centro comercial global ha logrado cumplir así la profecía que Hal Foster lanzaba hace más de diez años: “Quizá ésta sea la última mercancía que se ponga a la venta en la Megatienda: la fantasía de que las divisiones de clase se han acabado” (Foster, 2004, 9).

Pero la realidad es que, concluida esta ilusión, acabada la tarde del domingo, vuelve la ciudad dura de la cotidianidad, inaccesible y esencialmente marcada por los principios de la instrumentalidad y del valor, donde la simulación y la representación tienen poco espacio y donde, en un escenario de supervivencia, continúa desarrollándose la tragedia de la pobreza, por nueva o vieja que sea. Porque para los gestores de estos espacios de poder, para sus beneficiarios inmediatos y duraderos, para la clase dominante, la clase obrera sigue siendo percibida como enemigo esencial, incondicionadamente, en cualquier situación. Así, esta estetización y comercialización del espacio tienen consecuencias trágicas para la clase obrera, desde la precarización creciente del trabajo asalariado a su expulsión, física y violenta, de los espacios que se convierten en objeto de interés para la expansión de estas corporaciones. Pongamos un ejemplo mediático, que además nos servirá para, en la tercera parte, señalar las posibilidades de reversión y superación de esta situación. El pasado invierno, Aurelia Rey, octogenaria, era desahuciada de su vivienda alquilada en el centro de A Coruña (http://www.lavozdegalicia.es/noticia/coruna/2013/02/18/proceden-desahucio-ancianacoruna-pago-mes-alquiler/00031361175447072772545.htm). Éste sería un caso más de tantos que proliferan si no fuese porque el motivo de este desahucio no era otro que la construcción de uno de estos espacios de consumo global, un centro comercial abierto de la marca Inditex. A pesar del silencio mediático en torno a este hecho, no dejó de ser percibido por la mayoría de la población, lo que dio lugar a un movimiento popular de solidaridad de gran alcance y, a la vez, a la articulación profunda de una solidaridad de clase real, incondicionada. Pero a esto volveremos, lo que interesa ahora retener es el hecho de que estos movimientos que hemos señalado se construyen, necesariamente, sobre y contra la clase obrera, y obedecen a un diseño sistémico, a un proceso de aburguesamiento del espacio urbano (2) que implica la expulsión de sus centros de la población originaria y su reemplazo por elementos de las clases altas y por la construcción de grandes centros del consumo objetual y cultural. Estos procesos son perfectamente visibles en ciudades como Barcelona o Bilbo, y se encuentran en proceso acelerado en otras como Madrid o en situación latente, pero diseñados, en lugares como Vigo.

El diseño de los nuevos centros comerciales abiertos expulsa con violencia a los habitantes de toda la vida de los centros históricos de las ciudades.
- Revertir el control, reactivar la solidaridad, caminar hacia la revolución.

Ésta es la situación actual, la dinámica que se ha llevado a cabo en las últimas décadas de crecimiento y que comienza a quebrarse con la actual crisis económica, crisis que ha acrecentado la necesidad y la urgencia de movimientos superadores, pero que también ha llevado, desde la falta de análisis profundos y radicales que tristemente dominó al movimiento anarquista durante estas mismas décadas, a la adopción de soluciones inoperantes, de clara raíz burguesa que, bajo un primer brochazo de palabrería revolucionaria no escondían más que otra visión del mundo hedonista, egoísta, parasitaria e imitativa de las formas burguesas de vida, o a la adopción de soluciones cripto-fascistas que, bajo una radicalidad sólo aparentemente revolucionaria, esconden fuertes dinámicas reaccionarias.

La primera de estas soluciones ha venido a demostrar el axioma de Bauman según el cual en el mundo posmoderno la crítica ha pasado de ser una crítica estilo productor a configurarse como una crítica estilo consumidor, y ha llevado a la formación de movimientos difusos dirigidos por la misma forma de individualismo y de busca del placer instantáneo que hemos definido como uno de los males fundamentales de la sociedad contemporánea, así como con su mismo rechazo a los principios de organización colectiva y de estabilidad. Se trata de movimientos que integraban en su devenir, siempre perecedero, diversas modas políticas (centros sociales, precariado, activismo afectivo, neorruralismo, derivas transfronterizas...) que iban surgiendo de lugares indefinidos y que, con mucho cuidado, descubrían y disponían nuevos sujetos políticos que negaban siempre la centralidad de la confrontación de clases, y que no pasaban de ser formas casi canónicas del espectáculo integrado en la manera en que fue definido por Debord, es decir, formas de crítica mediante las cuales el poder construye la crítica de sí mismo, de manera que se vea anulada toda forma de crítica real al propio poder (Debord, 1999, 17) y, permítasenos la extensa cita, sacada del mismo lugar: “Se trata de crear otra seudo-opinión (la una es la del espectáculo) sobre alguna cuestión que amenaza con tornarse candente; entre las dos opiniones que así surgen el juicio ingenuo puede oscilar indefinidamente, y la discusión para sopesarlas volverá a comenzar indefinidamente. Más a menudo se trata de un discurso general sobre lo que los medios ocultan, discurso que puede ser muy crítico y manifiestamente inteligente en algunos puntos, pero de alguna manera descentrado. [...] Hay en estos textos ciertas ausencias poco visibles, mas no por ello menos notables. [...] Se trata siempre de una crítica lateral, que ve diversas cosas con mucha franqueza y exactitud, pero siempre colocándose aparte, y no porque quiera afectar imparcialidad, pues debe darse, muy por el contrario, un aire de mucha denuncia”.

Su concepción del poder, que partía de las formulaciones de Foucault, no podía resultar sino en la negación de la solidaridad como principio organizador fuerte y estable, pues su carácter auto-elegido y su encumbramiento egótico impedían una percepción igualitaria del otro, que sólo podía ser percibido como igual si se encontraba en la misma deriva de liberación personal. La idea de un poder omnipresente, panóptico, insuperable, externo al ser humano, metafísico y omnipotente, ponía el énfasis en la necesidad de la liberación personal por encima de cualquier otra dinámica y acababa en una forma de desprecio común hacía las personas normales, vistas de la manera más condescendiente como rebaño o masa. Este énfasis en lo personal ocultaba al mismo tiempo su escasa intención de reversión del poder.

Y es que el discurso de Foucault es el espejo de los poderes que describe. Ésa es su fuerza y su seducción, y no su índice de verdad; un discurso que se podía permitir descubrir espirales sucesivas de poder sin hacer surgir ni por un momento la cuestión de su exterminación (Baudrillard, 1978, 9-13), pues Foucault siempre se detiene ante el delineamiento de la última espiral, la de una revolución actual del sistema (Baudrillard, 1978, 19-20). El poder en Foucault es una noción estructural, una noción polar, perfecta en su genealogía, inexplicable en su presencia, insuperable a pesar de una especie de denuncia latente, irreversible e invencible. Para Foucault el poder es un principio irreversible de organización, que fabrica lo real, y de la misma manera es percibido por estos movimientos que resultaron, necesariamente, puramente estéticos, puros artificios de la mala conciencia organizada en torno al bar (desde los noventa llamado centro social) y a las asambleas de abrazos y cuyas dinámicas en sentido revolucionario no pasaron de la pura teoría. El giro de una parte importante del movimiento anarquista de las últimas décadas hacia una subcultura altamente personalista y presuntamente autónoma, a expensas de la acción y el compromiso social responsables, refleja una abdicación trágica de un compromiso serio en las esferas política y revolucionaria. Una política enraizada en preferencias puramente relativistas, en reivindicaciones de autonomía personal que derivan ampliamente de un deseo individual, puede producir un oportunismo brutal y egoísta del tipo cuya prevalencia en la actualidad explica una parte importante de muchos males sociales y su alcance. El capitalismo mismo, de hecho, formó su ideología básica sobre la falacia de igualar la libertad con la autonomía personal del individuo. La individualidad es inseparable de la comunidad y la autonomía apenas tiene sentido si no está firmemente incluida en una comunidad cooperativa (Bookchin, 1997, 19-20).

Comunidad cooperativa que sí parecen, aparentemente, querer formar las nuevas soluciones que, disfrazadas de igualitarismo aséptico e investidas de un espiritualismo místico que reclama una vuelta nostálgica a una armonía entre el ser humano y la naturaleza que nunca existió, evidencian un carácter puramente fascista. Y cuando decimos fascistas queremos decir que están dominadas por un absoluto sentimiento necrófilo, por un odio inmenso al ser humano en lo que tiene de humanidad. Partiendo de una crítica, superficial y dogmática, sin ningún referente fuerte al mundo real, acerca del carácter nihilista y amoral del ser humano bajo el sistema capitalista y de la preponderancia del deseo y la autosatisfacción en los individuos de la sociedad actual, estos movimientos derivan hacia un ascetismo y un puritanismo ciertamente inadmisible. Lo contrario, y solución, del dominio de la estetización y del hiperestímulo sensorial no es la glorificación del ser humano inserto en la naturaleza según las normas de la armonía eclesiástica, un ser humano que deba despojarse de su humanidad sensible para ascender a un estado superior en el que su deseo de satisfacción constituiría una tara (3). El proceso revolucionario se convierte así en pura ascesis. Sin embargo, la solución a esa problemática que nosotros mismos hemos intentado señalar, pasa por la orientación del deseo hacia una satisfacción real de las necesidades de los individuos, necesidades físicas y afectivas que existen, lo cual pasa por una sexualización libre, completa y no dirigida, por el establecimiento riguroso de una ética personal y humanizada que dista mucho de la alabanza al trabajo per se o a la maternidad por ser mujer. El ocio y el placer son, afortunadamente, mucho más y mejores que eso, y constituyen ciertamente dos fuerzas necesarias, imprescindibles, en cualquier proceso revolucionario verdaderamente integral.

Los nuevos profetas del viejo fascismo han encontrado auditorios amplios y diversos donde exponer su modelo de revolución reaccionaria.
De todas formas, es comprensible que la idílica reactualización de la ruralidad medieval en un estado que no existió ni en las infantiles visiones de justicia orgánica de Kropotkin (1989, 165-222) y que tienen más que ver con el concepto de historia de González Quirós (4) (2003, 71-103), resulte atractiva en una fase de nihilismo negativo tan exacerbado como es la actual y que una serie de bienintencionadas personas de afán revolucionario se sientan atraídas por una formulación que niega con tal fuerza el ambiente en que se han desarrollado sus vidas (como todas en general, afectivamente insatisfactorias) y se dediquen a la construcción de la famosa revolución integral, máxime cuando no cuesta esfuerzo real, dada la ruptura con el mundo real del que parte esta propuesta, con todo lo que tiene de escapismo fácil y estético. Pero es menos comprensible cómo se ha podido proporcionar desde el movimiento libertario un apoyo bastante extendido a un manifiesto que defiende el abandono de la militancia cotidiana, que repudia el materialismo y la razón como forma de explicación del mundo, que defiende la supremacía occidental y se muestra abiertamente racista ante lo que se llama “tercermundismo neo-racista”, que desprecia el placer corporal y exalta la espiritualidad mística o que culpa al feminismo de la existencia y desarrollo del sistema patriarcal.

Una fase de nihilismo y de crisis como fueron los años treinta del siglo XX, otro momento en el que las demandas de transformación revolucionaria de la sociedad fueron canalizadas hacia soluciones reaccionarias, como las defendidas por la Falange de José Antonio. Más allá del evidente tufo fascista que se percibe a primera vista en los veinticinco puntos (con su idealización del pasado, la procura de un objetivo superior y trascendente, la presentación de un sistema ideológico bajo la forma de un no-programa político encubierto como filosofía de vida, el carácter mesiánico y la autoconciencia de liderazgo orgánico frente a un pueblo tratado como masa al que los líderes se sustraen, la exaltación del mundo romano o la insistencia en el carácter burgués del obrerismo y el rechazo de la lucha de clases), varias de sus ideas fuerza están directamente extraídas del ideario fascista.

En primer lugar, la insistencia en un individuo esforzado y servil, olvidado de sí por un objetivo superior visto como una cuestión moral, de actitud ante la vida y de deber, que llega a separar al individuo de lo colectivo, a someterlo, de hecho. En segundo lugar, la percepción de la unidad familia, municipio y trabajo como unidades connaturales al ser humano y como única vía para conseguir la realización plena del individuo. Aunque se rechace el Estado, en los veinticinco puntos se reivindica un sistema muy similar sin partidos en el que las unidades naturales serían la comunidad rural, la asamblea y el trabajo, que crearían una red soberana que se constituiría como nuevo sistema, reactualización de un corporativismo fascista construido sobre las ideas de colectivismo y orden. Más evidente es su apuesta por presentarse como tercera vía, como una fórmula en oposición a izquierda y derecha que se perfila, con carácter de movimiento, como opción al margen. Esta vía se muestra especialmente activa y atractiva en fases de descontento social y de descrédito político como es la actual, fase sobre la que se ha realizado un análisis extremadamente maniqueo (se enfrenta un sumo bien a un sumo mal, mientras que dentro de este sumo mal se presentan dos opciones únicas y diametralmente opuestas) en el que insertarse como única y salvífica solución, como sumo bien, en definitiva. Si en José Antonio esta segunda oposición se manifestaba entre el liberalismo capitalista, partitocrático y parlamentario y el obrerismo materialista, ante los que la Falange se presentaría como una tercera vía que, según su discurso inflamado, es siempre revolucionaria, activista, popular, en la Revolución Integral la oposición se presenta entre el capitalismo destructor de valores y el sistema partitocrático, tanto contra derechas como contra izquierdas, que aparecen definidas defensivamente como nueva reacción y en las que se incluye una deformación grotesca de lo que es percibido como el enemigo principal, el anarquismo, que es definido como anarquismo de Estado, ante lo que ofrecen su propia vía revolucionaria (5).

Si bien hay que reconocer la necesidad de la crítica a la urbanización como proceso de alienación de un alcance ilimitado, derivar hacia la apología de un sistema ruralizado que niegue todos los avances históricos acontecidos a partir de la Ilustración supone un lamentable movimiento reaccionario. Es evidente que la sociedad capitalista ha erigido una técnica especial para elaborar la base concreta para su dominio y expansión, que no es otra que la construcción de su propio territorio. El urbanismo es la conquista del entorno natural y humano por parte de un capitalismo que, al desarrollarse según la lógica de la dominación absoluta, reconstruye la totalidad del espacio como su propio decorado (Debord, 2008, 144-145). Efectivamente, en la moderna ciudad burguesa y capitalista, la revolución se enfrenta a un ámbito hostil, pues ésta favorece, por su propio carácter y su estructura, la centralización, la manipulación y la masifificación. Inorgánica, impersonal, organizada como una factoría, la ciudad tiende a inhibir el desarrollo de una comunidad orgánica y global, y en su condición de disolvente universal y de motor de cualquier proceso revolucionario, la asamblea debe tratar de disolver a la propia ciudad (Bookchin, 1972, 165). Pero esto no significa la vuelta al sistema de concejos, trabajos forzados y pensamiento sobre la muerte que defienden los veinticinco puntos. Esto implica una reflexión sobre el espacio socialmente producido (esencialmente el espacio de urbanización en el capitalismo avanzado) como lugar donde se reproducen las relaciones dominantes de producción (Lefebvre, 1974). Estas relaciones se reproducen en una espacialidad creada, concretada por un capitalismo expansivo y homogeneizado. La supervivencia del capitalismo ha dependido de esta producción y ocupación distintiva de un espacio fragmentado, homogeneizado y jerárquicamente estructurado, alcanzado en gran medida por un consumo colectivo controlado burocráticamente, la diferenciación de centros y periferias en múltiples escalas, y la penetración del poder del estado en la vida cotidiana. Esto significa que, antes que negar apriorísticamente las posibilidades civilizatorias de las ciudades, la lucha de clases debe incluir un análisis radical de la estructura territorial de explotación y reproducción, espacialmente controlada, del sistema como conjunto. De esta manera, la completa problemática espacial en el capitalismo que hemos definido más arriba se sitúa en una posición central dentro de la lucha de clases al colocar las relaciones de clase dentro de las condiciones configurativas del espacio socialmente organizado, que también incluye, y revertirá, las relaciones de dominación que se establecen entre centro y periferia; entre rural y urbano.

¿Es posible entonces un movimiento transformador no autoritario? Nosotros defendemos que sí, y que debe partir de un análisis riguroso y radical, sin compromisos, anti-mítico, de la realidad, pero que tampoco puede caer en el común error de negar, desde una teoría que ha descubierto y analizado con gran lucidez un escenario que se revela abrumante y de dimensiones catastróficas, el
principio de esperanza de forma esencial, pues sólo puede llevar a la peor de las desmovilizaciones; una desmovilización consciente de la futilidad de todo movimiento, sobre todo si no se ajusta desde sus primeros momentos a una teoría de la mayor radicalidad. Éste es el error que subyace bajo las críticas de pensadores como Amorós o del Colectivo Cul de Sac, por señalar un par de ellos. Si bien sus análisis son en muchos casos fundamentalmente incontestables, como su lúcida crítica del carácter espectacular y en esencia conservador del movimiento 15M (Colectivo Cul de Sac, 2012), debe ser posible articular praxis liberadoras aquí y ahora, aunque en un principio estas no lleven rectamente a un fin revolucionario, debe ser posible sortear al mismo tiempo tanto la tendencia a la inmovilidad como la tendencia a las luchas silenciosas, desprovistas de palabra y de consciencia que nada tienen que decirnos (el lamentable espectáculo de la proliferación de la concentración silenciosa y la sentada brazos en alto habla por sí solo).

Sin embargo, sí es posible iniciar un proceso de cambio completo, un proceso de cambio en sentido revolucionario que, en primer lugar, pasa por recuperar el sentido de utopía y por valorizar la solidaridad de clase, factor que situará el pensamiento utópico en un nivel máximo de realidad. El sueño utópico precisa dos condiciones para nacer, la sensación de que el mundo no está funcionando
como debe y que difícilmente puede arreglarse sin una revisión total, y la confianza en la energía humana para llevar a cabo la tarea, la creencia de que los seres humanos somos capaces de analizar qué es lo que no funciona en el mundo y encontrar qué usar para reemplazar las partes insanas, así como una habilidad para construir los instrumentos y los útiles precisos para injertar tales proyectos en la realidad humana (Bauman, 2007b, 138-139). Porque debemos considerar la revolución como un proceso continuo y creativo, entendiendo la creación como la capacidad de hacer emerger lo que ni está dado ni puede derivarse, combinatoriamente o de cualquier otro modo, a partir de lo dado. En este sentido, construir un proceso revolucionario, un proceso permanente de cambio basado en criterios lúcidos y transitorios, significa, además de una radical solidaridad de clase que permita unificar el desarrollo de la individualidad dentro de marcos colectivos estables, la activación de una de las capacidades que más se ha tratado de atrofiar e impedir desde el nuevo poder del espectáculo y el hiperestímulo, la imaginación, entendiendo la imaginación no como la simple capacidad de combinar elementos ya dados para producir otra variante de una forma conocida, sino como la capacidad de crear nuevas formas sociales (Castoriadis, 1998, 110). Pero esta apelación a la imaginación no implica la reducción del proceso revolucionario a la teoría o al imaginario, sino que este pensamiento, este imaginario, debe modificarse, individual y socialmente, mediante la praxis, una praxis revolucionaria que transforma el mundo transformándose ella misma (Castoriadis, 1983, 96). Se produce entonces un rechazo radical de todo determinismo así como de cualquier forma de metafísica. La revolución definida de esta forma es una constitución ética que no obedece a ninguna metafísica, que se sitúa en el materialismo más estricto, condición indispensable para la constitución de una sociedad autónoma, sin mitos, permanentemente abierta y cuestionada, en la que los seres humanos revolucionan su existencia social por medio de significaciones lúcidas y transitorias sin admitir metafísicas consoladoras (Castoriadis, 1997).

La acción directa y su extensión desde la conflictividad laboral al conjunto de la conflictividad social será la herramienta básica de un proceso revolucionario libertario.
De esta manera, la herramienta fundamental de este proceso revolucionario, que debe ser concebido como una totalidad de manera que alcance a todos los aspectos de la vida contaminados por la explotación, será la acción directa, que en su sentido profundo constituye un modo de praxis encaminado a promover la individualización de las masas. Su función consiste en afirmar la identidad de lo particular dentro del marco de lo general. Esta forma de praxis también subraya la espontaneidad, se trata de una concepción de la praxis como proceso externo y no exterior o manipulado. Este concepto de espontaneidad no nace del mero impulso indiferenciado, no es una técnica organizativa, así como la acción directa no se reduce a mera táctica operativa. La creencia en la acción espontánea forma parte de una fe aún más amplia, la fe en el desarrollo espontáneo. Para alcanzar su propio equilibrio, todo desarrollo debe ser libre. La espontaneidad, lejos de incitar al caos, implica una liberación de las fuerzas internas de un proceso evolutivo para que den con su orden auténtico y su propia estabilidad (Bookchin, 1972, 28-29). Es necesario que el yo sea siempre identificable y manifiesto en la revolución, que esta última no lo desborde. No hay palabra más siniestra en el vocabulario revolucionario que masas. La liberación revolucionaria debe consistir en una liberación del yo que alcance dimensiones sociales, no en una liberación de masas, término que oculta el reinado de una élite, una jerarquía y un Estado. Si una revolución es incapaz de producir una nueva sociedad a través de la actividad y la movilización personales de los revolucionarios, si no supone la forja de un yo en el proceso revolucionario, en nada afectará a la vida cotidiana, invariable una vez más, ni beneficiará a quienes deben vivir su vida de cada día. La forma más avanzada de la conciencia de clase deviene así autoconciencia (Bookchin, 1972, 50-51), es decir, conciencia del propio potencial de cambio, de la capacidad de participación activa en un proceso colectivo que, desde esta integración de los individuos en una finalidad común pero que diferencia e integra el conjunto de intereses liberadores, será necesariamente no autoritaria.

Llegados a este punto, deberemos afrontar un problema esencial: ¿Por dónde empezar, si no ha empezado ya, ese camino de liberación que unifique la solidaridad de clase con la crítica integral al sistema capitalista como un todo? Evidentemente, habrá múltiples respuestas, pero volvamos en este punto al caso de Aurelia Rey. Su desahucio suscitó un movimiento de solidaridad como ningún otro desahucio en parecidas circunstancias, pero incluyó, además, otra circunstancia fundamental: la desobediencia de los bomberos a realizar el desahucio apelando a la responsabilidad social de su condición de trabajadores. Construido o no desde un lenguaje revolucionario, este acto es puramente revolucionario y deja ver el potencial en términos de transformación sistémica de los actos conscientes de cada individuo de la clase obrera. El resultado final del caso concreto de Aurelia Rey es lo de menos, pues es lógico en el estado de acumulación de fuerzas actual, pero hace prever el potencial de una articulación efectiva de actos semejantes. Así, este caso no sirve sólo como disparador de una serie de análisis sociales que podían haber permanecido ocultos (ya hemos señalado de qué manera revela el diseño del consumo y sus consecuencias, así como la importancia de la transformación socio-espacial que señalamos), sino que ha servido como aglutinador de un elevado conjunto de personas que no se encontrarían de otra manera, pero que han convergido en una muestra de solidaridad incondicionada. También ha marcado los límites de la acción política y los movimientos de dirigismo, recuperación y cooptación que estos procesos sociales de base deben enfrentar, con la penosa presencia en primera plana del diputado del BNG, el señor Jorquera. Y resulta evidente cuál puede ser el resultado de la multiplicación de casos parecidos.

Evidentemente, hay otros muchos ejemplos necesarios. Las luchas ambientalistas y de defensa del territorio, profundamente populares y decididamente apolíticas, son otro buen ejemplo. Y sin duda el mejor de ellos es la confrontación de clase directa que se da en los centros de trabajo. Pero retengamos lo general de cada uno de estos casos, y encontraremos por dónde comenzar a construir, activamente y con urgencia, el proceso que podrá enfrentarse a la inhumana expansión del capitalismo global.

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SCOTT, A.J. (2000): The Cultural Economy of Cities: Essays on the Geographies of Image Producing Industries, Londres.

WACQUANT, L. (2003): As prisións da miseria, Santiago de Compostela; (2007): Los condenados de la ciudad. Gueto.

(Notas):

(1) Esta ideología es configurada y expandida desde el Manhattan Institute, importante think tank ultraderechista operante en la época Reagan, y fue importada al Reino Español desde los años noventa con la FAES como centro homólogo del Manhattan Institute. Igual que en los Estados Unidos, llevó a una persecución penal de la pobreza sin precedentes. El nuevo Código Penal de Gallardón es la manifestación más clara de esta tendencia en el estado español.

(2) Por aburguesamiento del espacio urbano entendemos el concepto que la academia nombra con el ideológico neologismo de gentrificación, ideológico pues se le hace perder el sentido de clase del original en inglés. Gentrification alude inequívocamente a un proceso de aburguesamiento, en este caso del espacio urbano, de la misma manera que gentry alude a una persona de clase burguesa, por lo que nos resulta evidente que la forma más adecuada para referir el fenómeno en castellano es, efectivamente, la de aburguesamiento, mejor que otras como elitización o aristocratización e incomparablemente superior a un neologismo extravagante e incomprensible. Debo estos apuntes filológicos a Carlos Valdés y Celia Recarey.

(3) Afirmaciones como éstas pueden encontrarse en ciertos opúsculos, pura verborrea medievalista y clerical que nos daremos el gusto de no citar, del señor Félix Rodrigo Mora.

(4) Que no haya lugar a la duda, el seudo-filósofo José Luis González Quirós es consejero de la FAES y editor de los discursos políticos del señor Aznar, entre otras actividades maravillosas.

(5) Debo estos pequeños apuntes sobre la relación entre los veinticinco puntos para una revolución integral y el programa revolucionario de Falange Española a la historiadora Lorena Cuevas.

(Estudios, CNT)

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