Tema: Arte y Cultura
Categoría: Opinión y análisis
Hace un mes el fotoblog del New York Times sacaba en su portada unas imágenes del fotógrafo Damon Winter tomadas en Afganistán. La sorpresa venía cuando en el texto de introducción se revelaba que el equipo utilizado para las mismas era un iPhone, combinado con una aplicación llamada Hipstamatic, que permite dotar a las fotografías hechas con el teléfono de una serie de efectos basados en lentes y películas de cámaras analógicas reales.
El fotógrafo se dio cuenta de que tenía la posibilidad de captar una serie de momentos en el batallón del cual hacía el reportaje si usaba la cámara de su teléfono móvil, dado que los soldados lo hacían constantemente entre ellos y el elemento, por tanto, no provocaba reacciones incómodas ni contrapuestas. De este modo fue capaz de obtener una visión diferente de un entorno de combate, la de un grupo de hombres enfrentados al tedio y al aburrimiento mientras esperan la próxima misión o el siguiente combate.
¿Podría haber obtenido imágenes de igual fuerza o similar si para ello hubiera utilizado el equipo que llevaba para el grueso del reportaje, esto es, una cámara réflex digital de última generación? Probablemente. El proceso hubiera sido distinto y quizás le hubiera costado más generar la confianza necesaria para que el batallón permitiera que el fotógrafo se llevara consigo esos momentos de tranquilidad, pero el resultado, independientemente del equipo utilizado para ello, habría sido parecido. O idéntico.
No mucho tiempo antes, en septiembre de este mismo año, la página de la cadena Msnbc exponía también las imágenes de Erin Trieb, otro reportaje sobre un grupo de soldados en Afganistán realizado con una cámara Holga, famosa por llevar el lo-fi a extremos insospechados: procedente de China, sus primeros modelos estaban elaborados enteramente de plástico, lente incluída, aunque posteriormente se fabricaría con una de cristal que mejoraría sólo un ápice la calidad de las imágenes, generalmente afectadas por entradas de luz, problemas de enfoque y demás taras derivadas de la baratísima elaboración de la cámara. Aunque hoy en día es una de las cámaras-bandera de la Sociedad Lomográfica y por tanto su precio en establecimientos oficiales parece desmesurado, en los mercados de segunda mano de internet puede conseguirse por no más de quince dólares.
Como sucediera con las fotos de Damon Winter, sorprende que en un trabajo tan necesitado de las últimas vanguardias tecnológicas como es el reportaje de guerra (debido principalmente a la obsesión de los medios de información y los propios fotógrafos por obtener el documento más perfecto posible de tal o cual conflicto, y así destacar de entre las docenas de competidores) se utilice una cámara tan barata y tan “poco digna” del trabajo que se ha ido a realizar.
De entre todos los clichés acerca de los fotógrafos, el del reportero de guerra es probablemente el más conocido y denostado. Muchas veces se les tiene por aprovechados de las miserias del mundo, turistas a sueldo a los que se admira por ser los únicos que acuden desarmados a una zona de guerra, cuando en realidad hacer lo que hacen ellos es facilísimo porque:
a) su trabajo se realiza en entornos donde para conseguir una buena imagen no hace falta ni buscar, ya que te lo encuentras con sólo salir a la calle, y
b) cuentan siempre con los últimos modelos en cámaras fotográficas, aparatos que prácticamente hacen la foto por sí solos.
En resumen, que si usted tuviera la cámara que ese señor tiene y lo enviaran al mismo sitio al que enviaron a ese otro señor, haría las mismas fotos, y por tanto, no tiene mérito. Este es el equivalente fotográfico a la famosa frase que reza “esto lo hace mi hijo de cinco años” que se puede escuchar a diario en casi cualquier museo o galería de arte contemporáneo.
Obviamente, esta crítica tiene su parte de razón, como cualquier otra realizada a un colectivo multitudinario y en el que conviven no sólo verdaderos profesionales sino también los aprovechados que hemos mencionado antes. ¿Rompe el trabajo de Damon Winter y Erin Trieb con este tópico? Solo parcialmente. Las alabanzas dirigidas a ambos trabajos se orientan hacia el mito del equipo perfecto y la imposibilidad de hacer una mala fotografía con una cámara de última generación. Ciertamente, la lección que dan ambos fotógrafos se puede dirigir tanto a los forofos del mundo digital y su “facilidad”, como a los fanáticos de los métodos tradicionales analógicos, que piensan que tener una tarjeta de memoria de 4 gigas y un ordenador portátil desde el que procesar las imágenes es menos válido que revelar cuarenta carretes y pasarse semanas enteras en el cuarto oscuro generando las imágenes. En ambos casos parece haber una necesidad por reivindicar la verdadera manera de hacer “buenas fotos”. En ambos casos se equivocan: lo que Winter y Trieb demuestran es que en fotografía, el medio no es más que un medio necesario para la creación de la imagen, pero nada más. Cualquier método es válido si se es consecuente con el resultado final: la “buena foto” es el fin, y debe ser valorada por sí misma y no por cómo se llegó a ella.
¿Significa eso que todo vale, que el fin justifica los medios? Sí y no. El error de ambos trabajos fotográficos (y aquí no sabemos si esto es una cuestión de los propios fotógrafos o de los medios que los publican) es querer enmarcarse dentro del género del reportaje de guerra, el cual no admite posicionamiento ninguno por parte del fotógrafo. Los filtros elegidos en la aplicación del móvil o los efectos conseguidos por parte de una cámara que se sabe defectuosa cumplen una función estética que acerca los trabajos a un espectro más documental y subjetivo que al objetivismo informativo que se le presupone a todo reportaje de guerra. Lo que se nos muestra no es mentira, pero el tratamiento de las imágenes potencia lo que el fotógrafo quiere mostrarnos. Existe una implicación por parte del fotógrafo.
Uno podría decir que esa implicación puede conseguirse también con una composición y un encuadre determinados, y que por tanto en toda fotografía, incluso en la que quiere ser objetiva, subyace esa implicación. Sin embargo, no hay que confundir entre efectismos destinados a conseguir que una imagen expositiva cale más hondo en nuestra memoria o atraiga antes nuestra atención con los procesos orientados a que la visión del espectador, una vez atraída la atención, posean un mayor o menor condicionamiento por parte del fotógrafo. Hay imágenes que cuentan una historia, y otras que simplemente la enseñan.
Lo que es seguro es que las imágenes de ambos trabajos confirman la máxima de que el hábito no hace al monje, y despejan algunos mitos no sólo sobre el fotógrafo de guerra sino también sobre toda la fotografía en general, en la que la tecnología digital sigue creando controversias por la transformación tan inesperada que está provocando en el medio. Que el teléfono móvil pueda ser una herramienta perfecta para documentar un conflicto armado es menos raro de lo que debiera, teniendo en cuenta que todavía existen fotógrafos reconocidos mundialmente que utilizan cámaras compactas, típicas de un turista. Es cuestión de saber mirar.
Categoría: Opinión y análisis
Hace un mes el fotoblog del New York Times sacaba en su portada unas imágenes del fotógrafo Damon Winter tomadas en Afganistán. La sorpresa venía cuando en el texto de introducción se revelaba que el equipo utilizado para las mismas era un iPhone, combinado con una aplicación llamada Hipstamatic, que permite dotar a las fotografías hechas con el teléfono de una serie de efectos basados en lentes y películas de cámaras analógicas reales.
El fotógrafo se dio cuenta de que tenía la posibilidad de captar una serie de momentos en el batallón del cual hacía el reportaje si usaba la cámara de su teléfono móvil, dado que los soldados lo hacían constantemente entre ellos y el elemento, por tanto, no provocaba reacciones incómodas ni contrapuestas. De este modo fue capaz de obtener una visión diferente de un entorno de combate, la de un grupo de hombres enfrentados al tedio y al aburrimiento mientras esperan la próxima misión o el siguiente combate.
¿Podría haber obtenido imágenes de igual fuerza o similar si para ello hubiera utilizado el equipo que llevaba para el grueso del reportaje, esto es, una cámara réflex digital de última generación? Probablemente. El proceso hubiera sido distinto y quizás le hubiera costado más generar la confianza necesaria para que el batallón permitiera que el fotógrafo se llevara consigo esos momentos de tranquilidad, pero el resultado, independientemente del equipo utilizado para ello, habría sido parecido. O idéntico.
No mucho tiempo antes, en septiembre de este mismo año, la página de la cadena Msnbc exponía también las imágenes de Erin Trieb, otro reportaje sobre un grupo de soldados en Afganistán realizado con una cámara Holga, famosa por llevar el lo-fi a extremos insospechados: procedente de China, sus primeros modelos estaban elaborados enteramente de plástico, lente incluída, aunque posteriormente se fabricaría con una de cristal que mejoraría sólo un ápice la calidad de las imágenes, generalmente afectadas por entradas de luz, problemas de enfoque y demás taras derivadas de la baratísima elaboración de la cámara. Aunque hoy en día es una de las cámaras-bandera de la Sociedad Lomográfica y por tanto su precio en establecimientos oficiales parece desmesurado, en los mercados de segunda mano de internet puede conseguirse por no más de quince dólares.
Como sucediera con las fotos de Damon Winter, sorprende que en un trabajo tan necesitado de las últimas vanguardias tecnológicas como es el reportaje de guerra (debido principalmente a la obsesión de los medios de información y los propios fotógrafos por obtener el documento más perfecto posible de tal o cual conflicto, y así destacar de entre las docenas de competidores) se utilice una cámara tan barata y tan “poco digna” del trabajo que se ha ido a realizar.
De entre todos los clichés acerca de los fotógrafos, el del reportero de guerra es probablemente el más conocido y denostado. Muchas veces se les tiene por aprovechados de las miserias del mundo, turistas a sueldo a los que se admira por ser los únicos que acuden desarmados a una zona de guerra, cuando en realidad hacer lo que hacen ellos es facilísimo porque:
a) su trabajo se realiza en entornos donde para conseguir una buena imagen no hace falta ni buscar, ya que te lo encuentras con sólo salir a la calle, y
b) cuentan siempre con los últimos modelos en cámaras fotográficas, aparatos que prácticamente hacen la foto por sí solos.
En resumen, que si usted tuviera la cámara que ese señor tiene y lo enviaran al mismo sitio al que enviaron a ese otro señor, haría las mismas fotos, y por tanto, no tiene mérito. Este es el equivalente fotográfico a la famosa frase que reza “esto lo hace mi hijo de cinco años” que se puede escuchar a diario en casi cualquier museo o galería de arte contemporáneo.
Obviamente, esta crítica tiene su parte de razón, como cualquier otra realizada a un colectivo multitudinario y en el que conviven no sólo verdaderos profesionales sino también los aprovechados que hemos mencionado antes. ¿Rompe el trabajo de Damon Winter y Erin Trieb con este tópico? Solo parcialmente. Las alabanzas dirigidas a ambos trabajos se orientan hacia el mito del equipo perfecto y la imposibilidad de hacer una mala fotografía con una cámara de última generación. Ciertamente, la lección que dan ambos fotógrafos se puede dirigir tanto a los forofos del mundo digital y su “facilidad”, como a los fanáticos de los métodos tradicionales analógicos, que piensan que tener una tarjeta de memoria de 4 gigas y un ordenador portátil desde el que procesar las imágenes es menos válido que revelar cuarenta carretes y pasarse semanas enteras en el cuarto oscuro generando las imágenes. En ambos casos parece haber una necesidad por reivindicar la verdadera manera de hacer “buenas fotos”. En ambos casos se equivocan: lo que Winter y Trieb demuestran es que en fotografía, el medio no es más que un medio necesario para la creación de la imagen, pero nada más. Cualquier método es válido si se es consecuente con el resultado final: la “buena foto” es el fin, y debe ser valorada por sí misma y no por cómo se llegó a ella.
¿Significa eso que todo vale, que el fin justifica los medios? Sí y no. El error de ambos trabajos fotográficos (y aquí no sabemos si esto es una cuestión de los propios fotógrafos o de los medios que los publican) es querer enmarcarse dentro del género del reportaje de guerra, el cual no admite posicionamiento ninguno por parte del fotógrafo. Los filtros elegidos en la aplicación del móvil o los efectos conseguidos por parte de una cámara que se sabe defectuosa cumplen una función estética que acerca los trabajos a un espectro más documental y subjetivo que al objetivismo informativo que se le presupone a todo reportaje de guerra. Lo que se nos muestra no es mentira, pero el tratamiento de las imágenes potencia lo que el fotógrafo quiere mostrarnos. Existe una implicación por parte del fotógrafo.
Uno podría decir que esa implicación puede conseguirse también con una composición y un encuadre determinados, y que por tanto en toda fotografía, incluso en la que quiere ser objetiva, subyace esa implicación. Sin embargo, no hay que confundir entre efectismos destinados a conseguir que una imagen expositiva cale más hondo en nuestra memoria o atraiga antes nuestra atención con los procesos orientados a que la visión del espectador, una vez atraída la atención, posean un mayor o menor condicionamiento por parte del fotógrafo. Hay imágenes que cuentan una historia, y otras que simplemente la enseñan.
Lo que es seguro es que las imágenes de ambos trabajos confirman la máxima de que el hábito no hace al monje, y despejan algunos mitos no sólo sobre el fotógrafo de guerra sino también sobre toda la fotografía en general, en la que la tecnología digital sigue creando controversias por la transformación tan inesperada que está provocando en el medio. Que el teléfono móvil pueda ser una herramienta perfecta para documentar un conflicto armado es menos raro de lo que debiera, teniendo en cuenta que todavía existen fotógrafos reconocidos mundialmente que utilizan cámaras compactas, típicas de un turista. Es cuestión de saber mirar.
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