Tema: Argentina
Categoría: Opinión y análisis
Las primeras villas de emergencia nacen en los ’50, como resultado del proceso de urbanización alentado por la sustitución de importaciones y el impulso industrializador del primer peronismo. Están pobladas, en general, por migrantes internos, la mayoría proveniente de zonas rurales, que buscan en las fábricas de las ciudades nuevas oportunidades de vida. Como su nombre lo indica, son sitios pensados como lugares transitorios, de emergencia. Y es lógico: para un chaqueño, un santiagueño o un correntino, la villa era la puerta de entrada a la ciudad, el lugar de paso al que debía resignarse unos años antes de poder acceder el terrenito para edificar una vivienda. En un país industrializado, que todavía se enorgullecía de la movilidad social ascendente y con un mercado de trabajo aún capaz de absorber a nuevos empleados (es decir, la Argentina anterior al colapso del modelo estadocéntrico), la villa funcionaba, al menos imaginariamente, como la escala hacia un lugar mejor.
Su ocupación, por lo tanto, no era planificada, sino el resultado de la agregación de decisiones individuales. Como explica Vanina Lekerman (“Procesos informales de ocupación de tierras en la Ciudad de Buenos Aires”), se trataba de personas, a lo sumo familias, casi siempre sin experiencia urbana previa, que se iban instalando en las villas al amparo de familiares o conocidos que ya vivían allí. Y como la forma urbana no siempre es resultado de la planificación de los urbanistas inspirados sino el saldo precario de los procesos socioeconómicos, las villas se configuraron en trazas irregulares e intrincadas, en donde el espacio se aprovechaba al máximo: pasillos estrechísimos entre casilla y casilla, construcciones precarias, hacinamiento. Hasta el día de hoy las villas sextuplican la densidad poblacional media en el área metropolitana. El objetivo no era crear un barrio sino encontrar un lugar donde vivir hasta conseguir algo mejor.
En los últimos 30 años, en el marco de una sociedad cada vez más fragmentada, con amplios sectores excluidos de los mercados de trabajo y una polarización social cada vez más marcada, el área metropolitana de Buenos Aires sufrió, al igual que otras grandes ciudades como Córdoba o Rosario, un proceso de dualización, entre un corredor norte rico y un sur pobre. En este contexto comenzó a surgir, a principios de los ’80, un nuevo fenómeno: los asentamientos, la ocupación organizada de tierras que, tras el fin de la dictadura, se multiplicó rápidamente, en particular en la Capital y el conurbano. Los asentamientos son villas que se asumen como permanentes, con todo lo que esto implica en términos de imaginarios de sus habitantes, perspectivas de futuro y relación con el Estado. Constituyen, en palabras de Denis Merklen (“Organización comunitaria y práctica política. Las ocupaciones de tierras en el conurbano de Buenos Aires”), una nueva forma de producción del hábitat.
A diferencia de la ocupación familiar de las villas, los asentamientos se realizan mediante una acción colectiva organizada, lo cual los emparienta con las experiencias de lucha por la tierra vigentes desde hace muchos años en países con una tradición de baja cohesión social y distribución regresiva del suelo (el caso del Movimiento Sin Tierra de Brasil es el más publicitado pero no el único).
Los asentamientos no son percibidos como una solución habitacional provisoria sino como algo permanente, lo que tiene amplias consecuencias en la forma de ocupación del suelo. Como el objetivo no es buscar un lugar de paso sino una residencia, se configuran en trazados urbanos amanzanados, regulares y planificados, imitando el damero característico de las calles de Buenos Aires, muchas veces previendo espacios libres para futuros emprendimientos comunitarios o públicos, como la sala de infantes, la canchita de fútbol o el comedor comunal. El objetivo es asimilarse al resto de la ciudad, normalizarse, sentirse un barrio más, con la paradójica consecuencia de que la ocupación ilegal de la tierra lleva a estrategias de organización que buscan cumplir las exigencias legales en términos de utilización del suelo, medidas de los lotes, etc.
Así, suele ocurrir que, luego de la ocupación, se busque algún tipo de legitimación por parte del Estado, y es muy común que los ocupantes de los asentamientos reclamen su derecho a convertirse en propietarios mediante la compra de las tierras. Como señalan María Cristina Cravino, Juan Pablo del Río y Juan Ignacio Duarte (“Magnitud y crecimiento de villas y asentamientos en el Area Metroplitana de Buenos Aires en los últimos 25 años”), esto lleva a muchos de sus habitantes a rechazar el adjetivo “villero”, al que asocian a condiciones de hacinamiento, promiscuidad y delito.
En todo caso, las ocupaciones urbanas informales avanzan. Hoy existen en el área metropolitana de Buenos Aires 819 villas y asentamientos que reúnen a más de un millón de personas (aunque podrían ser más debido a las dificultades para llegar a un dato fehaciente). En 1981, la población que vivía en villas y asentamientos representaba al 4,3 por ciento del total del conurbano, en 1991 al 5,2 por ciento, en 2001 al 6,8 y en 2006 ya llegaba al 10. El aumento es enorme si se tiene en cuenta que, entre 1981 y 2006, la población del conurbano se incrementó 35 por ciento, mientras que la que vive en tierras informales aumentó 220 por ciento. Entre 2001 y 2006, de cada 100 habitantes nuevos del conurbano, 60 se ubicaron en tierras informalmente ocupadas. Como es lógico, las villas prevalecen en la Capital y el primer cordón, mientras que los asentamientos, en general más nuevos, son más comunes en el segundo (todos datos de María Cristina Cravino, Juan Pablo del Río y Juan Ignacio Duarte).
Por supuesto, la tipología villas / asentamientos es –citemos a Weber–- ideal. Es posible encontrar todo tipo de situaciones intermedias, áreas que comienzan de un modo y se transforman, en un proceso muy dinámico y condicionado por miles de variables: la reconfiguración de la “ciudad formal”, la creación de nuevos polos de prosperidad, el modelo socioeconómico, que puede revitalizar ciertas industrias (y por lo tanto ciertas zonas). Pero la tipología vale para el análisis: la villa como una respuesta familiar a los déficit de vivienda en el marco de un modelo todavía inclusivo, y los asentamientos como una reacción colectiva, que demuestran la capacidad de organización y de lucha de los sectores populares pero también su conciencia acerca de las carencias habitacionales como un problema permanente, como si supieran que no hay lugar para ellos en la ciudad.
Categoría: Opinión y análisis
Las primeras villas de emergencia nacen en los ’50, como resultado del proceso de urbanización alentado por la sustitución de importaciones y el impulso industrializador del primer peronismo. Están pobladas, en general, por migrantes internos, la mayoría proveniente de zonas rurales, que buscan en las fábricas de las ciudades nuevas oportunidades de vida. Como su nombre lo indica, son sitios pensados como lugares transitorios, de emergencia. Y es lógico: para un chaqueño, un santiagueño o un correntino, la villa era la puerta de entrada a la ciudad, el lugar de paso al que debía resignarse unos años antes de poder acceder el terrenito para edificar una vivienda. En un país industrializado, que todavía se enorgullecía de la movilidad social ascendente y con un mercado de trabajo aún capaz de absorber a nuevos empleados (es decir, la Argentina anterior al colapso del modelo estadocéntrico), la villa funcionaba, al menos imaginariamente, como la escala hacia un lugar mejor.
Su ocupación, por lo tanto, no era planificada, sino el resultado de la agregación de decisiones individuales. Como explica Vanina Lekerman (“Procesos informales de ocupación de tierras en la Ciudad de Buenos Aires”), se trataba de personas, a lo sumo familias, casi siempre sin experiencia urbana previa, que se iban instalando en las villas al amparo de familiares o conocidos que ya vivían allí. Y como la forma urbana no siempre es resultado de la planificación de los urbanistas inspirados sino el saldo precario de los procesos socioeconómicos, las villas se configuraron en trazas irregulares e intrincadas, en donde el espacio se aprovechaba al máximo: pasillos estrechísimos entre casilla y casilla, construcciones precarias, hacinamiento. Hasta el día de hoy las villas sextuplican la densidad poblacional media en el área metropolitana. El objetivo no era crear un barrio sino encontrar un lugar donde vivir hasta conseguir algo mejor.
En los últimos 30 años, en el marco de una sociedad cada vez más fragmentada, con amplios sectores excluidos de los mercados de trabajo y una polarización social cada vez más marcada, el área metropolitana de Buenos Aires sufrió, al igual que otras grandes ciudades como Córdoba o Rosario, un proceso de dualización, entre un corredor norte rico y un sur pobre. En este contexto comenzó a surgir, a principios de los ’80, un nuevo fenómeno: los asentamientos, la ocupación organizada de tierras que, tras el fin de la dictadura, se multiplicó rápidamente, en particular en la Capital y el conurbano. Los asentamientos son villas que se asumen como permanentes, con todo lo que esto implica en términos de imaginarios de sus habitantes, perspectivas de futuro y relación con el Estado. Constituyen, en palabras de Denis Merklen (“Organización comunitaria y práctica política. Las ocupaciones de tierras en el conurbano de Buenos Aires”), una nueva forma de producción del hábitat.
A diferencia de la ocupación familiar de las villas, los asentamientos se realizan mediante una acción colectiva organizada, lo cual los emparienta con las experiencias de lucha por la tierra vigentes desde hace muchos años en países con una tradición de baja cohesión social y distribución regresiva del suelo (el caso del Movimiento Sin Tierra de Brasil es el más publicitado pero no el único).
Los asentamientos no son percibidos como una solución habitacional provisoria sino como algo permanente, lo que tiene amplias consecuencias en la forma de ocupación del suelo. Como el objetivo no es buscar un lugar de paso sino una residencia, se configuran en trazados urbanos amanzanados, regulares y planificados, imitando el damero característico de las calles de Buenos Aires, muchas veces previendo espacios libres para futuros emprendimientos comunitarios o públicos, como la sala de infantes, la canchita de fútbol o el comedor comunal. El objetivo es asimilarse al resto de la ciudad, normalizarse, sentirse un barrio más, con la paradójica consecuencia de que la ocupación ilegal de la tierra lleva a estrategias de organización que buscan cumplir las exigencias legales en términos de utilización del suelo, medidas de los lotes, etc.
Así, suele ocurrir que, luego de la ocupación, se busque algún tipo de legitimación por parte del Estado, y es muy común que los ocupantes de los asentamientos reclamen su derecho a convertirse en propietarios mediante la compra de las tierras. Como señalan María Cristina Cravino, Juan Pablo del Río y Juan Ignacio Duarte (“Magnitud y crecimiento de villas y asentamientos en el Area Metroplitana de Buenos Aires en los últimos 25 años”), esto lleva a muchos de sus habitantes a rechazar el adjetivo “villero”, al que asocian a condiciones de hacinamiento, promiscuidad y delito.
En todo caso, las ocupaciones urbanas informales avanzan. Hoy existen en el área metropolitana de Buenos Aires 819 villas y asentamientos que reúnen a más de un millón de personas (aunque podrían ser más debido a las dificultades para llegar a un dato fehaciente). En 1981, la población que vivía en villas y asentamientos representaba al 4,3 por ciento del total del conurbano, en 1991 al 5,2 por ciento, en 2001 al 6,8 y en 2006 ya llegaba al 10. El aumento es enorme si se tiene en cuenta que, entre 1981 y 2006, la población del conurbano se incrementó 35 por ciento, mientras que la que vive en tierras informales aumentó 220 por ciento. Entre 2001 y 2006, de cada 100 habitantes nuevos del conurbano, 60 se ubicaron en tierras informalmente ocupadas. Como es lógico, las villas prevalecen en la Capital y el primer cordón, mientras que los asentamientos, en general más nuevos, son más comunes en el segundo (todos datos de María Cristina Cravino, Juan Pablo del Río y Juan Ignacio Duarte).
Por supuesto, la tipología villas / asentamientos es –citemos a Weber–- ideal. Es posible encontrar todo tipo de situaciones intermedias, áreas que comienzan de un modo y se transforman, en un proceso muy dinámico y condicionado por miles de variables: la reconfiguración de la “ciudad formal”, la creación de nuevos polos de prosperidad, el modelo socioeconómico, que puede revitalizar ciertas industrias (y por lo tanto ciertas zonas). Pero la tipología vale para el análisis: la villa como una respuesta familiar a los déficit de vivienda en el marco de un modelo todavía inclusivo, y los asentamientos como una reacción colectiva, que demuestran la capacidad de organización y de lucha de los sectores populares pero también su conciencia acerca de las carencias habitacionales como un problema permanente, como si supieran que no hay lugar para ellos en la ciudad.
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